Dice Gabriel
Zaid que dice Cervantes que si uno no entiende el dibujo de un gato, no es
preciso volverlo a dibujar sino escribirle una leyenda que ponga: “Esto es un
gato”, y listo. Otra forma de decirlo (aunque esta ya es mía, ni de Cervantes
ni de Zaid) es que el escribir puede clarificar y delinear nuestro
entendimiento del mundo de formas en las que al mismo mundo –barroco,
asfixiante, grosero, veloz, abigarrado– le resulta imposible hablar.
Acaso el lector encuentre que el párrafo
anterior peca de cursi o exaltado. Confío en que no sea ni una cosa ni otra.
Hace un tiempo me encontré dando clases de regularización para algunos chicos
de secundaria que jamás atinaron a decirme qué era aquello que separaba a la
Prehistoria de la Historia. Entre sus respuestas: El nacimiento de Cristo, la extinción
de los dinosaurios, la conquista de América o (la más elaborada) la invención
de la agricultura y, ergo, las primeras sociedad sedentarias.
Ninguno parecía haber reparado en la escritura como punto de arranque
para la civilización que hoy conocemos, y como verdadero inicio de la Historia,
al menos en las cronologías más aceptadas. Pero la cosa no termina en condenar con gritos en el cielo el nivel de la educación básica ni
mucho menos: estoy seguro de que si saliera ahora a la calle y preguntara lo
mismo a 30 personas al azar, serían pocas las que acertarían. Y más de uno se sorprenderá, estoy seguro, de que algo tan banal como el escribir
marque el antes y el después de todo, por encima de sucesos mucho más dramáticos
y espectaculares.
Nuestro tiempo no es tiempo de escritura; nuestra vida (hablo cuando
menos de la urbana, la occidental, la que conozco) ha encumbrado al acto
de escribir como propia de “los escritores”, y no de “los seres humanos.” En la
misma lógica en que tenemos contadores para que ellos se ocupen de las
declaraciones fiscales y tenemos gobernantes para que ellos se encarguen…
bueno, de casi todo, así parecemos entender que los escritores existen para que
sean quienes se encarguen del idioma, pues uno ¿cuándo va a tener tiempo para
escribir algo más largo que un correo electrónico, un memorándum, un oficio o
un formulario?. Ni pensarlo.
Para escribir uno necesita tiempo, si, pero también la voluntad de
hacerlo, y esa voluntad no puede nacer de otro lugar que de la consciencia de
lo que significa escribir . Se necesita también, decía Virginia Woolf, un cuarto propio, y si bien ella se
refería a un espacio de vida independiente y autosuficiente para las mujeres
preparadas, en nuestra época un cuarto
propio se puede traducir como un espacio mental, ajeno al ritmo y los
estímulos del mundo, divorciado del hipertexto, las multitareas y la llamada en
espera, igual para hombres que para mujeres.
Hoy conocemos y guardamos como grial los gruesos volúmenes de diarios y
correspondencia de Tólstoi, Goethe, Anäis Nin, Adolfo Bioy Casares, Paul Celan,
Kafka, Stefan Zweig y un batallón más. Muchas de esas páginas no fueron
escritas con la consciencia de que más tarde serían editadas, comentadas,
distribuidas, comercializadas ni reseñadas. Lo que no está nada mal, porque si
todos ellos supieran de antemano cuántas personas los leeríamos, no habrían
escrito ni la mitad de las impudicias e indiscreciones que suelen ser las
partes más entretenidas de los papeles ajenos.
Muchas de esas páginas nacen de actividades naturales como el carteo y el
diarismo, que hasta hace poco jugaron un papel tan decisivo como el Quijote o Nadja en la evolución de las lenguas, aunque fuera un papel menos
público. Tal vez, al final, las páginas mejor acabadas de Voltaire o Paz no
sean sino el producto final de la intensa práctica diaria de escribir cartas
extensas y de llevar diarios de
densidad casi ensayística.
Por supuesto, no todos los que llevan diarios terminan siendo Goethe, ni
todos los que practicaron la correspondencia de forma atlética terminaron
escribiendo Madame Bovary, pero ahí recae el punto, en que la escritura
cotidiana era eso: cotidiana, natural, conversacional, dinámica, aún cuando
uno no aspirara a publicar nunca nada. Y si, tal vez aquellas actividades
fueran un divertimento casi exclusivo de las altas burguesías y las clases
mejor acomodadas, pero hoy, a ojos nuestros, aquello no deja de constituir uno
de los legados más transparentes que tenemos para mirar hacia el pasado y su
intimidad.
Esa escritura, la de a pie, hoy amenaza con desaparecer definitivamente
de la vida: ¿cuántas personas en su familia llevan un diario como
actividad? ¿cuántas veces en una semana acostumbra usted escribir correos o mensajes
que rebasen los dos párrafos de extensión? ¿no le parece a usted una
barrabasada el que, en un idioma que rebasa las 300 mil palabras como el español,
una de las frases más recurrentes para expresar conmoción o emociones sea “No
hay palabras para describirlo”?
¿Legará nuestro tiempo testimonios de esa misma naturaleza a las épocas
venideras? Difícilmente, aunque tampoco seamos catastrofistas: los acervos
audiovisuales y multimedia cumplen esa función con particularidades que antes
estuvieron vedadas a la escritura. Aún así me atrevo a afirmar que, de la
misma forma, la escritura permite trazar ciertas zonas del pensamiento y la
sintaxis que hoy resultan virtualmente imposibles para lo audiovisual. La más
relevante: el carácter necesariamente individual, personal y solitario de la
escritura. Diferente al del cine, que siempre implica un trabajo de más de dos
manos, o del diseño, que implica cadenas de varias etapas en su producción.
Bien puede –y debe– convivir la escritura con otros formatos de registro como la fotografía, el net-art o el blogueo multimedia, que el futuro también
reclama ya como necesarios e irrenunciables, y cuyos méritos no son pocos ni
menores. Pero la escritura como actividad cotidiana, punto de partida de lo que
llamamos Historia, es una de las poquísimas cosas que no podemos permitirnos
perder como especie, pues implicaría perder mucho, mucho más. Las consecuencias
ya las vemos desde hace un tiempo: notas periodísticas mal escritas,
empobrecimiento de vocabularios, desinformación y una auténtica debacle
ortográfica en prácticamente todos los niveles.
Así que ya estuvo bien. Tanto si he logrado
alarmarlo como si no, deje de leer esto, tome una hoja de papel, máquina de escribir, abra Word, o lo que sea, y
escriba doscientas veces: La escritura no es para escritores. La escritura no
es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para
escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para
escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para
escritores. La escritura no es para escritores. La es(…)
A-P-L-A-U-S-O-S.
ResponderEliminarCree cuando te digo que en mi imaginario colectivo la palabra "excelso" la relaciono con "Sergio", sin mayor explicación y mucho menos siendo tú el único Sergio que conozco. Te informo que para el caso de este post si eres el excelso de mi asociación.
ResponderEliminarYo te relaciono a ti con una palabra que, aunque ha perdido mucho de su valor en boca de las personas equivocadas, cuando pienso en ti es completamente literal: Amiga. Así, con todas sus letras y sin mayor explicación.
EliminarGracias por tu comentario, por seguir presente y por pasar a leer. Ojalá vuelvas pronto por aquí, con Dummy.