miércoles, 10 de octubre de 2012

Un barco en la bruma: Tomas Transtromer, un Nobel al silencio


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(…)recuerdos que me siguen con la mirada.(…)
Tan cerca que los escucho respirar
A pesar del trino de las aves estridente.


El poeta halcón, lo llamó alguien alguna vez. Sus visiones cuajadas, ventosas y cristalinas se construyen así, como la visión de un ave con garbo que se eleva milagrosamente por encima de todo lo que existe y desde ahí examina y describe los detalles. La brizna. La hierba. El vapor sobre el agua. El olor de la madera muerta. Alrededor, aire.

Tomas Tranströmer llegó puntual a su cita postergada con una Academia que ha sido pudorosa al condecorar a sus propios hijos; hace 37 años que una pluma sueca no levantaba el auricular de ese mítico telefonazo del Comité Nobel. Y una idea vibrante, netamente poética, aparece en el comunicado mundial: el premio se le ha otorgado por que sus imágenes “permiten un acceso fresco a la realidad.” Flota ahí la estimulante noción de que la realidad no parte de un contacto directo ni automático, no. A la realidad se accede a través del acto creativo, en este caso, de la imagen poética, o en campos más amplios, del lenguaje.

Hablamos, pues, de un hombre que utiliza a su lengua materna como un filtro personalísimo por medio del cual agrupa imágenes transparentes y directas en su forma, pero cuyo fondo se despliega en evocaciones sensoriales y atmosféricas, provenientes casi todas de lo natural: agua, luz, lunas, sombras, maleza, frío, piedras; Un kilo pesaba apenas setecientos gramos, dice en un verso para describir la ligereza de la luz sobre una capa de nieve.

Dueño de un lenguaje impulsivamente personal, Tranströmer fue alguna vez acusado de soberbio, burgués y reaccionario por una izquierda anquilosada en la idea de que la voz poética debía encontrar su valor (o peor, su validez) en lo colectivo. Pero el poeta, que largo tiempo había ejercido como psicólogo en cárceles, sabía de sobra que la lenta purificación de lo social sólo era posible a través de un diálogo hacia el interior, individual, en primera persona: Estamos solos en el agua / El lúgubre casco de la sociedad / flota a la deriva cada vez más lejos.

Pero sus puentes con el mundo giraron en 1990, cuando una hemiplejía cerebral paralizó la mitad derecha de su cuerpo y lo dejó sin habla. A partir de entonces, la poética a través del lenguaje escrito ha sido (junto con el piano, que toca) el único vaso comunicante de Tranströmer con el mundo exterior, un mundo que finalmente se rindió al vigor sensorial de sus versos y lo tradujo a casi cincuenta idiomas antes de otorgarle, la semana pasada, el Nobel de Literatura 2011.

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A pesar de la justa fama de la lengua sueca como muro casi infranqueable para la traducción, la relación de Tranströmer con el español no ha sido campo muerto: la mayor parte de su obra ha sido traducida desde hace tres décadas por el uruguayo Roberto Mascaró y publicada recientemente por Nórdica como El cielo a medio hacer. Al lector mexicano, además, le sorprenderá saber que Tranströmer asistió al Festival de Poesía de Morelia 1981, invitado por Homero Aridjis, otro de sus traductores al castellano además de José Emilio Pacheco, Pedro Zekeli o Tedi López Mills, cuya antología Translaciones será editada a fin de año por el Fondo de Cultura Económica.

En aquel 1981, se cuenta que Tranströmer quedó fascinado por la catedral barroca de Morelia y no descansó hasta lograr el permiso para sacarle algunas notas al histórico órgano del templo. Tal vez no sean para el poeta dos lenguajes diferentes, la música y el verso, tal vez sea su obra, de alguna forma, una y otra cosa a la vez. Tal vez sea el silencio su nota más afinada, el silencio el aire, de la luz, de los muertos, el sueño o las piedras. “Su obra”, ha dicho Jorge F. Hernández, “ha sido un barco que atraviesa la bruma. Sin que se entere la bruma.” Hay poetas cuyo mérito está en enseñarnos a escuchar. No abundan los de la raza de Tranströmer, que nos enseñan a guardar silencio.
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Un olmo en el desierto: Daniel Sada (1953 - 2011)


“No le haga caso a Juan” le decía Salvador Elizondo, ya casi cincuentón, a un muchacho de 25 llegado de Mexicali –y ya casi poeta- cuya primera novela, Lampa vida, acababa de revisar en manuscrito. Daniel Sada Villarreal, se llamaba el imberbe. Y el Juan era Rulfo.

“No le haga caso”, le decía. Fascinado por los intrincados giros de lenguaje y la minuciosa sonoridad de aquellos borradores, Elizondo acaso sentía aquella prosa como hija legítima de sus propios y crípticos experimentos. Pero el otro profesor, Rulfo, se mostraba preocupado de que el argumento terminara por ser indescifrable debajo de tanto barroquismo.

Uno, el autor de Farabeuf, se regodeaba en las enrarecidas junglas de la vanguardia. El otro, el de El llano en llamas, labraba relatos limpios sobre la piedra. Y en medio, como suma, surgió el alumno: Una mescolanza inédita y originalísima de las piruetas verbales de Elizondo con los yermos desiertos rulfianos. Eso, mas Los Tigres del Norte.

“La tierra baldía le debe un bosque”, ha dicho Juan Villoro, y no le falta razón. 32 años después de aquella primera novela, la de Daniel Sada se convirtió en una de las voluntades estilísticas más férreas del español de su época; una prosa cincelada con el rigor métrico de la poesía del Siglo de Oro.

A pesar de haber llegado a la capital a los 18 años, la trayectoria de Daniel Sada se ocupó de poblar literariamente –y sin antecedentes- una zona narrativamente desértica de la geografía del país: la de los yermos pueblos del norte, esos cuya única humedad ha sido la de la sangre que hoy escurre en sus paredes. “52 grados, mil habitantes, más muertos que vivos”; así describió alguna vez sus paisajes natales, que son también escenario para sus personajes.

Y si semejante aridez se antoja como tierra seca para las cosechas literarias, también son, para quien lo tome, un campo virgen y una hoja en blanco. Para Sada, cuando niño, fue ése el telón de fondo para el descubrimiento de Homero, de los griegos, el Quijote y el Siglo de Oro, cuyas lecturas fueron alentadas por una maestra de primaria, una que no podía haber sospechado que su iniciática labor iba a ser rematada por el autor de Pedro Páramo.

Curioso es lo que resulta al haber memorizado métricas y rimas para después practicarlas por el pueblo, con el habla de cantinas, caminos, la plaza, las tortillerías, descubrir “los neologismos, la contaminación lingüística, el fabuloso goteo de sonidos que se escucha en el México profundo” ; el resultado Carlos Fuentes lo llamaría “la fusión de Góngora y Cantinflas.”

Mucho tiempo después, un día de 1999, se bajó de un camión que había salido de Mazatlán, y a punto de abordar un taxi le llegó un retazo de la conversación de dos señoras que le cimbró el ánimo cual el más hondo soneto quevedeano; Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, le dijo una a la otra.
Ahí estaba el único título posible para el mastodonte novelístico en el que había trabajado los últimos seis años, una odisea a lo Balzac, ambientada en el turbio sistema electoral de provincias, con casi 100 personajes y más de 600 páginas que Tusquets tuvo que editar en una tipografía más pequeña de lo habitual para que el papel no resultara incosteable.

Aunque ya Octavio Paz le había facilitado la edición de una novela un par de años atrás, Porque parece mentira… generó interés en otros países hispánicos y marcó el estallido de su reconocimiento generalizado como uno de los pilares literarios del México que mudaba de siglo. De ahí, una sucesión de desiertos, novias, bailes, venganzas, besos, balaceras repartidas en varias novelas y relatos de los cuales uno, Casi Nunca, le daría el Herralde en 2008.

El premio, otorgado por Jorge Herralde a través de su mítica Anagrama, ya había marcado a otros de sus amigos y compañeros generacionales: Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, una generación trans-hispánica que se formó en la resaca del boom y cuya madurez fue sorprendida por el cambio de siglo y la revolución tecnológica. Afectuoso y admirado, Bolaño se refirió a él como un “Lezama Lima del desierto.”

Patrono fundador de esa marca que hoy se promociona y vende como “literatura del norte”, la de Sada, sin embargo, es una obra alejada de etiquetas genéricas y más bien comerciales como la narco-literatura. Lo suyo es una redención del desierto mexicano como cosmos creativo, una tardía pero justa incorporación de Aridoamérica a la cartografía literaria, con voluntad universal, sin estigmas regionales ni regionalistas.

El pasado 10 de octubre, Daniel Sada se enteró por rumores filtrados en la prensa que le era concedido el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011 en la categoría de Literatura, la máxima condecoración otorgada por el gobierno mexicano al respecto. Sin embargo, no hubo un anuncio oficial ni una notificación personal que confirmara la noticia. Para el momento en que el INBA confirmó en medios que el galardón le sería otorgado, Daniel Sada estaba inconsciente y conectado a un respirador artificial. Unas horas después, sin que llegara a conocer la noticia, una insuficiencia renal lo arrancó de los suyos y se lo llevó a un desierto diferente.

Tal vez por el camino se habrá encontrado a un Elizondo risueño y sorprendido que, con una palmada en el hombro, seguramente dijo: “Ya ve usted, yo siempre se lo dije: No le haga caso a Juan.”
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Tomás Segovia (1927 - 2011)


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Cuando el niño Tomás Segovia salió a trompicones de España, a finales de la década del 30, dejaba atrás un país en llamas, devorado por las agrias lumbres del militarismo y con ríos de carne y sangre arrastrándose en sus calles. Cuando murió en México, más de 70 años después, dejó otro igual.

En medio, pese a todo, se alza como olmo una de las aventuras más vibrantes de la historia de la lengua española: la lenta reconciliación de dos orillas, hispania e iberia, España y México, la lengua vieja y la patria nueva. Con Octavio Paz como interlocutor y con el exilio como campo de cultivo, el corpus de obra escrita que nos deja Tomás Segovia es la progresiva afirmación de una idea: la única patria que merece lealtad es no tener ninguna.

Tomás Segovia nació en 1927 en Valencia, por accidente, pues su madre era de Sevilla. No llegaba a cumplir diez años cuando la insurrección franquista obligó a cientos de familias a envolver a sus hijos en colchas y salir de noche, despavoridos, hacia los puertos españoles que los arrojaran al Atlántico y –con suerte- a las costas mexicanas, la orilla izquierda de su idioma.

Pero antes los Segovia pasaron por Marruecos y por Francia, donde el joven Tomás empezó un bachillerato que terminó, ya en la capital mexicana, en 1944. Era el tiempo en que germinaba la próxima generación de medio siglo, la que impulsaría la Ciudad Universitaria, el Fondo de Cultura Económica, las grandes revistas literarias y, como consecuencia directa del exilio ilustrado, el Colegio de México.

Su primer poema publicado (cuando menos hoy conocido) data de 1945, a la par de la claudicación de Alemania en la guerra, de las bombas atómicas y de su ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde recorrería un camino de inmersión en la poética, la traducción y el ensayo que lo llevarían a obtener la Beca Guggenheim en 1950 y a casarse con su novia, Inés Arredondo, en 1953. Para entonces ya despuntaba ella como una de las narradoras clave de su época; ya era él nombre frecuente para el Fondo de Cultura Económica mexicano.

Por aquel entonces, ya Octavio Paz había regresado de su bildungsroman personal: la experiencia vivida como voluntario republicano en la Guerra Civil, si, la misma de la que la familia de Segovia -y tantas otras- habían huido desesperadas. Ambos mantendrían una efervescente correspondencia hasta que la muerte del primero despojara de remitente a las cartas. Cualquiera que se acerque con buen olfato a Octavio Paz: Cartas a Tomás Segovia 1957-1985 (FCE, 2008) encontrará ahí, más que un mero epistolario, la conversación íntima de una lengua que dialoga consigo misma.

Con casa en Madrid y en la Ciudad de México, habitante de un lado, de otro y de ninguno en más de un sentido, Segovia deja como herencia una de las exploraciones más hondas y sensoriales del erotismo en español, repletoso de imágenes al tiempo delicadas y voluptuosas (Toda fervor y beso y agasajo
/ toda salivas suaves y jugosa
/ calentura carnal, abres la rosa
/ de los vientos de vértigo en que viajo.)

Exiliado incluso de los grupos del exilio (un gueto, solía llamarlo), Segovia ganó como única nacionalidad la de su propia piel y el intercambio con sus amigos, con quienes se sintió unido por los lazos más diversos, desde Juan Gelman hasta Enrique Krauze y desde Luis Cernuda hasta Juan Rulfo. Pandilla variopinta, por decir lo menos.

Al final, como sucede con frecuencia, llegaron los reconocimientos públicos, los homenajes, la entrega del Xavier Villaurrutia, el Magda Donato, el Juan Rulfo o el García Lorca. En el tintero se han quedado el Cervantes, el Asturias o el Nobel, como si la poesía necesitara avales para arraigarse en las consciencias. La de él, el enamorado del desarraigo, pues he ahí su mayor amor: el amor a la vida sin patria, al viaje eterno, al idioma como segunda piel y como frontera del mundo.

¿Y al otro lado? Al otro lado no hay nada.

Descanse en paz, Tomás Segovia.
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El salvaje en la academia: Roger Bartra y el mito de los otros.


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La Real Academia de la Lengua Española consigna seis usos diferentes, en el mundo hispano, de “salvaje” como adjetivo. Las primeras cuatro se refieren, en orden de consignación, a: 1) plantas, 2) animales, 3) terrenos montuosos, 4) sinónimo de necio, terco o rudo. No es hasta el quinto apartado en que encontramos una definición aplicable al ámbito humano: “Se decía de los pueblos primitivos y de los individuos pertenecientes a ellos.” Se decía. ¿En pasado?
El mito del salvajismo humano constituye una de las columnas vertebrales más longevas en la construcción de occidente; en la construcción física, geográfica, institucional, pero también en su estructura espiritual, cultural, identitaria.

Y en efecto, el mito del otro, del habitante periférico de occidente ya no utiliza, en efecto, “salvaje” como un adjetivo en su discurso. Pero eso no implica, ni por asomo, que el mito se haya desvanecido; el salvaje hoy se llama grupo vulnerable, país en vías de desarrollo, barrio marginal, subcultura, altermundo, oriental, cultura originaria… pero cada vez que occidente despierta, el salvaje sigue estando ahí.

La década de 1990, dentro de la trayectoria imprevisible de Roger Bartra (Ciudad de México, 1942) estuvo marcada por la profunda inmersión en la mitología de lo salvaje, el cúmulo de sus expresiones plásticas y su rol central en el discurso de construcción de toda una civilización, de muchas sociedades y de más de una etapa de la historia clásica y moderna. El resultado: dos clásicos de la antropología cultural de su siglo: El salvaje en el espejo (ERA/UNAM, 1992) y El salvaje artificial (ERA/UNAM, 1997), que hoy son reeditados y reunidos por el Fondo de Cultura Económica como un monumental estudio unitario: El mito del salvaje (FCE, 2011).

La publicación original de los textos, a cargo de Gonzalo Celorio y Vicente Rojo como proyecto de coedición entre la veterana ERA y la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, marcó el primer alejamiento de Bartra del que hasta entonces parecía su único terruño natural: la sociología política, la teorización del agro mexicano y la discusión académica sobre la izquierda.

A más de uno sorprendió el recordatorio de que, después de todo, Bartra se había formado como etnólogo; sus estudios sobre lo salvaje, referenciales por donde se les mire, marcan el puente entre su primera etapa –de inspiración marxista, nunca ortodoxa– y la siguiente, cercana a la antropología cultural y a la sociología de la cultura.
Es éste último período de su obra, el más reciente, el que ha arrojado obras maestras como El Siglo de Oro de la melancolía (UI, 1998), El duelo de los ángeles (FCE, 2004) o Cultural líquidas en la tierra baldía (CCC-Barcelona, 2006), pero son los estudios reunidos en El mito del salvaje los que aportan luz y prólogo a ellos.

Sea pues éste un saludo a una nueva, necesaria y original reedición, de compra recomendada incluso para quien ya posee las ediciones anteriores; su nuevo formato –de bellísima factura– está ricamente ilustrado e inteligentemente rediseñado, el trabajo tipográfico es de una elegancia muy agradable y merece ser conservado como objeto y como referencia, punta de lanza de uno de los ensayistas más estimulantes del México contemporáneo. 
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Del valor de decir piel en otras lenguas


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Un punto único admite la pintura para saludar por primera vez a sus interlocutores: De frente y a ciertas distancias que permitan tener, de un solo vistazo, el panorama completo de la imagen que después se puede interrogar detalle por detalle. Siempre de frente. La escultura no se da lujos como ese. Se atreve a existir como objeto con volumen y a dispararse en todas direcciones, exige caminar alrededor de su mole, hacia un lado, hacia el otro, acercarse, alejarse y contener las ganas de tocar.
Rodin existe así para el que observa, como presencia física constante, habitante del imaginario occidental en la forma de hombre pensativo con el mentón en los nudillos, como beso tembloroso que se permiten los amantes y como cuerpo desnudo, rama o pliegue de telas al viento.
He aquí un pleno habitante del Siglo XIX, rebelde, curioso, romántico, asombrado y joven a cualquier edad. Pudo, con encantos y atenciones, hacer el amor con bronce y con el mármol hasta que el sudor los ablandara como arcilla y convertirlos en ramajes, en muslos, caderas, piedras o cabellos.
El que se acerca a El Beso intuye que lo más cortés es hacerlo por detrás, no vaya a sorprender al pudor de la pareja la cercanía y la mirada del curioso. Se debe ser cortés con lo que vemos, con esos rostros ocultos y la mano posada sobre el muslo que, a pesar del deseo que le da forma, sigue teniendo el frío muerto del bronce, inerte como la Santa Teresa extasiada de Bernini ó las venas palpitantes del David,  igual de vivo.
Rodin provoca instinto: De alargar la mano y comprobar de tacto propio que no hay músculos latiendo ni sangre tibia ocultos por la coraza de piedra o de metal, instintos de moldear lo inerte con las manos o la lengua, a veces de ser lo suficientemente humano para vivir tan desnudo como sus creaturas, que saben desde siempre que decir bronce o mármol es decir piel en otra lengua.
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El año de la muerte de José Saramago


Érase una vez un ser humano que nació oliendo a tierra campesina en una aldea desheredada y que murió de frente al mar, 87 años después, habiendo aprendido a hablar con el mundo por escrito, y a preguntarle a Dios de tú a tú por su existencia. Encontró respuesta a ambas querellas, pero la segunda, que le ha llegado hoy, llega cuando ya no podía ser compartida con ninguno, ni por escrito ni de forma alguna. José Saramago murió en Tías, Lanzarote, su edén disfrazado de exilio, el templo de silencios, ventanas, papel y tazas de café que compartió con Pilar del Río hasta hace un año.

Saramago murió la muerte que él habría escrito a la mañana siguiente si por primera vez no hubiera sido ella quien dijera punto y queda, y no él. Muerte serena, mínima, callada, cotidiana y absoluta, merecida, con el permiso de alguno a quien el adjetivo le parezca abusar de poco tacto o de ironía, que no la tiene. El tiempo se le salió por las ventanas de esa casa donde los relojes, de por si, ya estaban detenidos todos a la hora exacta en que tantos años atrás conoció a Pilar, en 1983.

No hace muchos años que, haya sido caminando por la playa, al despertar, viendo TV ó después de estornudar, tuvo una idea, visión, recuerdo, o como quiera que se llame lo que se tiene justo antes de escribir. Resulta que un día, el mundo era tan mundo como el nuestro y al día siguiente no moría nadie. Ni el día después, ni al que le sigue, ni esa semana, ni la otra. Hoy parece que Don José escribía aquello para enseñarse a si mismo a morir y a despedirse con el tiempo suficiente, para que a nadie sorprendieran las prisas.

Mis padres se llamaban José de Sousa y Maria da Piedade. José de Sousa habría sido mi nombre si el funcionario del Registro Civil, por iniciativa propia, no le hubiese añadido el apodo por el que mi padre era conocido en la aldea: Saramago, decía por boca propia este otro hijo de María y José, campesinos de la provincia portuguesa. Tal vez, después de todo, hayan sido esos nombres de familia los que le acreditaran la licencia para escribir, a título propio, un Evangelio Según Jesucristo (1991) que terminara de dar formas y verdades a los que ya estaban escritos y que desataó polvareda tal que José, Don José, ya por entonces Don Saramago, cambió las paredes de su niñez por el exilio voluntario.

Pero volvamos. Afortuna condición, a la larga resultó la humildad descalza de su infancia y juventud, que orillan a sus padres a interrumpir sus estudios secundarios empujándolo a la biblioteca pública del poblado, a leer y releer a los clásicos, a los contemporáneos y hasta a algunos insignificantes, a memorizar pasajes completos y a escribir su primera novela, de dramático y primerizo nombre Tierra de pecado, en 1947, después de la cual habita un receso de más de veinte años de silencio; “Sólo es que no tenía algo que decir y cuando no se tiene algo que decir lo mejor es callar”, solía decir con una naturalidad tal que pareciera que abandonar la escritura fuera tan sencillo y automático como cambiar la sábana a un colchón.

Biografías y recuentos aparte, sirva el texto de hoy para transformar las despedidas en saludos ó en reencuentros, en un regreso a pie de caminante a la Lisboa eternamente imaginada, a los poblados del interior portugués, maravillosos en su ignorada insignificancia, al Memorial del convento de construcción eterna donde algunas veces rondan Blimunda Sietelunas y Baltasar Sietesoles, a la anónima urbe de ciegos repentinos, tumba yerma de la civilización, ó a La Caverna tan temida por Cipriano Algor, el alfarero de hombrecitos de arcilla.

Desde aquellas primeras novelas, del Manual de pintura y caligrafía (1977) hasta la reciente recta final de su obra, que alumbra cuando menos dos obras maestras (Las intermitencias de la muerte, 2005, El viaje del elefante, 2008), el lector que ha acompañado a Don José en el trayecto y finalmente en la muerte, tiene hoy la revelación súbita de su obra como una totalidad íntegra que termina siendo una explicación estética y moral del mundo, paisaje amplísimo, tan inmenso, tenso, a la vez inaudito y familiar, una obra rabiosa y sabiamente personal, de una madurez tan infrecuente a nuestros tiempos que vuelve difícil creer no que Don José haya muerto apenas dos años atrás, sino que siquiera haya vivido los mismos días que recordamos como propios.

Regresar a Saramago hoy evade la corrección política y funeraria del homenaje postmortem o del aniversario luctuoso, su primero éste, que tan oportunista puede llegar a ser. Regresar a su llanura húmeda, a la vez gris y soleada, de verdades llenas de comas, musical, de párrafos inusitadamente largos y voces polifónicas, es urgente para el mundo del que Don José ya se ha despedido, habiendo dicho lo que tenía por decir, que es suficiente y necesario para aprender que cuando se dice humanidad se habla también de uno mismo,  no de los demás.
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Antonio Tabucchi: cómo muere un elefante



Acaso recuerde usted a Pereira, el portugués. Y si no, lo recordamos: Pereira era un mediocre, sí, un opaco y deslavado director de la página cultural de un diario lisboeta, uno “católico, apolítico e independiente”, que así se anunciaba a sí mismo, vaya usted a saber si uno puede ser las tres cosas. Era 1938 y la dictadura barría las calles.
Prefería Pereira a los escritores muertos y pulcros para escribir semblanzas; aquellos que no se quejaran de nada y de quien nadie se pudiera quejar. Las necrológicas se limpian de detalles molestos, ocupaciones incómodas, de incorrecciones impublicables. La cosa estaba en paz y en paz debía quedarse. Que el ejército se encargara de quien debiera encargarse.
Llegó entonces Monteiro Rossi, que pedía trabajo, que estudiaba, que escribía una tesis sobre la muerte. Eso le dijo a Pereira. Que militaba y pregonaba contra el tirano, repartía hojas, llamaba a las armas. Eso no.
He aquí, pues, que Monteiro despreciaba a quien pensara como Pereira y que Pereira se reía de quien pensara como el muchacho. Pero hablaban y trabajan, escribían y publicaban, peleaban y discutían. Cuando no hacían nada de eso, sólo eran portugueses y quién lo diría: casi amigos.
Eso sostiene Pereira. Otra versión no tenemos; la tendría sólo Antonio Tabucchi, que escribió su historia, y Don Antonio no está más, se ha muerto, se ha ido ya. Uno se pregunta si hoy existe un Pereira en Italia, Portugal o donde sea: ¿Qué dirá su necrológica a Tabucchi?, ¿cómo se limpia el expediente de alguien que acaso haya sido la oposición más lúcida y frontal al gobierno de Silvio Berlusconi?, ¿cómo se maquilla el desprecio por la banalidad, el compromiso cívico, la pasión crítica, las polémicas constantes?
Llegamos, pues, a una jocosa y agria conclusión: Antonio Tabucchi no aparecería en la página de Pereira.
El portugués que nació en Italia
¿Y quién era el Sr. Tabucchi, a todo esto? “Un profesor universitario”, decía él. “Un imprescindible”, dicen los que lo leyeron. “Un cabrón”, dicen otros (de quienes él tuvo una opinión similar, aunque mejor escrita). Y algo tuvo, sí, de las tres cosas; pero antes fue un niño que corría en los campos provincianos de Vecchiano, en el norte de Italia.
Venido al mundo en 1943, la tierra con la que jugaba seguía tibia por la lumbre de la guerra; tenía cascajo, vidrio y casquillos de bala. La casa de sus abuelos: granero de anarquistas. Vencidos, como el resto de Italia ¿qué infancia se vive ahí?, bueno, pues las películas de Rossellini se quedarían cortas.
Algo tendría el joven Tabucchi, ya en la universidad, del hambre combativa que rodeó su infancia. De universitario por París tuvo un choque frontal con los versos de Fernando Pessoa, al punto de trasladarse a Portugal a aprender el idioma, conocer a sus poetas y comenzar su traducción al italiano. Lo que encontró en Lisboa fue una dictadura rancia y agria que mucho le recordaba a la Italia fascista de la que tanto hablaban sus abuelos: la del innombrable Duce Mussolini.
De Portugal recogió un idioma, varias pasiones y a la compañera de su vida, lisboeta y traductora con quien comenzó la labor de verter al italiano a Pessoa íntegro, además de ensayos, teatro y autores contemporáneos de la tierra lusa. Su propia obra a partir de entonces fluctuaría entre la tradición narrativa italiana y las estéticas portuguesas, una receta inédita que encontró su germen en Dama de Porto Pim (1983, escrita en italiano) y su culminación tanto en Réquiem (1992, escrita directamente en portugués, ambientada en Lisboa) como en Sostiene Pereira (1994), un repentino éxito de ventas escrito en italiano y ambientado en la dictadura portuguesa de Salazar, aquella con la que Tabucchi se topara en su primer viaje. Y detenemos aquí el sumario, que ya está Wikipedia para hacer el trabajo.
La manera de morir de un elefante
El viejo Tabucchi pasea por playas que siglos atrás fueron consideradas el borde del mundo. Portugal, Finis Terrae, le ha dado una nueva nacionalidad; Italia, la espalda. La andanada mediática, autoritaria y orgiástica de Silvio Berlusconi ha sido el enemigo a vencer por el escritor desde hace varios años, quien ha situado su bastión de lucha en la tierra de su esposa: escribe en los principales diarios de la oposición italiana, es traducido a 40 lenguas, las semblanzas lo presentan como un símbolo de la izquierda europea, de la pasión cosmopolita y narrador definitivo de su época.
Cada mañana camina, piensa y bosteza, a veces en italiano, a veces en portugués. Por dentro maquina un argumento: un viejo activista a punto de morir, veterano de la resistencia en la II Guerra Mundial, llama a un novelista para que escriba sus memorias: la memoria de Italia en casi 70 años. Tabucchi mira hacia la arena, que sigue tibia por los rayos de sol, sin cascajo, vidrios ni casquillos de bala. ¿Y por qué el italiano llamaría a un escritor para recordar?, pregunta.
Entonces recuerda la manera de morir de un elefante: cuando está próxima su hora se hace acompañar por un colega, se alejan de la manada “y parten… avanzan y avanzan, kilómetros tal vez, hasta que el moribundo decide que ése es el lugar para morir y da un par de vueltas trazando un círculo. Siente que lleva adentro la muerte pero quiere situarla en el espacio… y entonces le dice al compañero que lo abandone, porque la muerte es un hecho muy privado…”
Por eso Tristano, que así se llama el moribundo, se hace acompañar de un novelista: porque necesita saber dónde morir y para eso necesita, en el camino, contar su historia. Dejarla escrita.
Tabucchi alza la vista y mira al mar. Tristano muere, se dice. Ahora tiene el título. Da la vuelta y se aleja por la arena, siguiendo sus pasos; se va a casa a escribir el libro, a mano, como siempre. Camina firme, seguro de que es un elefante, que es el último camino y que Portugal, Italia, el mundo y la historia lo acompañan a morir.
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Este texto apareció originalmente, en su versión digital, en la revista electrónica mexicana Mil Mesetas, y en su versión impresa en la Revista Contratiempo editada en español en la ciudad de Chicago.
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martes, 9 de octubre de 2012

Un verso muerto va flotando en el río




Amanece en una provincia adormecida en la Corea del Sur de nuestros días. Una jovencita, alrededor de 14 años, sube al borde de un puente carretero y se mata arrojándose al río. Al mismo tiempo, en el poblado más próximo, una mujer de casi 70 años que vive acompañada de su nieto de 15 acude al médico por una dolencia menor y resulta diagnosticada con Alzheimer en una fase temprana. La anciana, de nombre Mija y con un discreto gusto por el buen vestir, se gana los días cuidando y aseando a un hombre mayor poco apto para valerse por si mismo.

Casi al tiempo en que Mija decide inscribirse a un modesto taller comunitario para aprender a escribir poesía, descubre que su nieto ha participado, junto a cinco compañeros de clase, en violaciones sistemáticas a la alumna que ha terminado lanzándose a las aguas. Mientras el viento arrastra su capacidad para recordar detalles mínimos y las palabras más comunes, la posibilidad de escribir un poema se le revela como el último asidero de su memoria, una forma inédita de observar todo lo que creía conocido y el único sendero para comprender el horror mudo de lo que ha descubierto, emprendiendo así la salvación de su nieto. La escritura como traducción urgente de lo que irremediablemente se olvida. La escritura como exorcismo de lo que resiste y se entierra en el alma.

Hay que detenerse, primero, en el alivio que provoca una sensible y respetuosa traducción: Poesía (Shi, Corea del Sur, 2010) de Lee Chang-Dong es presentada este mes en México como parte de la sección Trazos del primer FICUNAM sin ninguna alteración de su escueto, cristalino y sucinto título original, que resume y completa el resto del filme con la ajustada transparencia de un haiku.

No obstante, el quinto largometraje del filósofo devenido activista, luego dramaturgo, luego cineasta, está trazado con la fluidez narrativa de la escritura en prosa, reta los tópicos de estilo que nos sugeriría su título y se acerca sin artificios a ritmos y escenarios abiertamente realistas (El abuso sexual entre compañeros de clase, la discapacidad eréctil de un hombre mayor) ó cotidianos hasta el desconcierto (Un nieto se indigna ante la obsoleta tecnología de su teléfono, la abuela lo riñe por no levantar sus calcetines).

La capacidad de sugerencia, el bordado de sensaciones evitando lo obvio y lo explícito, no brotan de imágenes poéticas ni de simbolismos sino de un realismo delineado a pulso fino, a veces cercano a la parábola, otras al susurro. Los primeros minutos dan una pista velada de la forma en que podría leerse el relato: La palabra  (el ideograma) Poesía aparece sobreimpresa, como flotando, sobre el cadáver bocabajo de la niña ahogada.

Y es este hábil naturalismo de secuencias y personajes la apuesta de Chang-Dong para mantener al espectador a una distancia respetuosa y cálida, lo suficientemente cercana para intuir el dolor y el rumor de un oleaje trágico, lo suficientemente lejana para mantenernos conscientes de la forma y la precisión sosegada de elipsis e ideas, que están vertidas en el guión con el ritmo orgánico que tiene la respiración durante el sueño.

El ajustado matrimonio entre montaje y sobriedad actoral, el tierno encariñamiento del autor con sus creaturas, la suavidad casi silente de sus cuestionamientos éticos y provocaciones morales apenas dejan entrever a un cineasta en un dominio sereno y firme de su lenguaje: Uno que muestra en vez de contar. La modestia estilística del conjunto puede incluso hacer pasar por desapercibidos planos y composiciones de complejidades poco obvias donde la relación entre lo que sucede, lo que se dice y lo que sucede en el fondo requiere una atención cuidadosa.

No hay banda sonora alguna en Poesía, ni colores dominantes en la paleta fotográfica, tampoco primeros planos ni movimientos de cámara que rebasen el mínimo indispensable, pero tampoco ocasión para que el espectador repare en ello. El desarrollo dramático entero descansa en dos piernas: Por un lado, en la portentosa y matizada interpretación de Yoon Jeong-Hee, ícono del cine coreano de los 70 rescatada del retiro como Mija, en un rol de veracidad lacerante. Por el otro lado está la ya descrita naturaleza narrativa de su guión, escrito por el cineasta mismo y premiado en su respectiva categoría en el Festival de Cannes 2010, donde Poesía compitió también por la Palma de Oro obtenida finalmente por La Leyenda del Tío Boonmee (con quien también compartirá salas durante el FICUNAM).
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Llegada a su quinto largometraje (aunque es el primero en exhibición mexicana) la obra en proceso de Lee Chang-Dong aparece como un sendero propio hecho de variaciones, recurrencias e inquietudes que se cuestionan y responden unas a otras como destellos brumosos de un lado a otro de su filmografía: La pérdida del hijo en Secret Sunshine (2007), el agrio proceso de la enfermedad en Oasis (2002) ó el suicidio como detonante argumental en Peppermint Candy (2000) encuentran en Poesía correspondencias, acaso ecos, respuestas ó preguntas formuladas en otro tono.

Tomada así, como obra integral, la de Chang-Dong parece hablar como una de las más sólidas y exportables dentro del cine surgido en Corea del Sur a partir de la segunda mitad de la década de 1990 y que permitió una amplia difusión occidental del trabajo de Kim Ki-Duk, Park Chan-Wook Bong Joon-Ho, entre los más recurrentes, ó de éxitos comerciales de género como Lazos de guerra (Kang Je-Gyu, 2004), My Sassy Girl (Kwak Jae-Young, 2001) ó Todos los caminos llevan a casa (Lee Jeong-Hyang, 2002). Es la surcoreana la cinematografía de mayor vigor, estímulo y alcance estético dentro de las orientales contemporáneas y Poesía, seguramente, uno de los resultados definitivos de este proceso.

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Poesía
(Shi, Corea del Sur, 2010)
Dirigida y escrita por Lee Chang-Dong
Reparto: Yoon Hee-Jeong, Nae-Sang Ahn, Da-Wit Lee
Fotografía (Color): Hyun Seok Kim
Producida por Pine House Film
Coreano
139 min.
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El texto anterior fue escrito para el Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la UNAM y publicado en la revista Punto de Partida, de la Dirección de Literatura, en su número 169.
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De cómo Esperanza Lujambio escuchó un grito poco antes de acercarse a la ventana.


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Esperanza Lujambio no había alcanzado el quinto peldaño de la escalera para el momento exacto en que su hija quinceañera, de pronto implicada en un atronador caso de coprofagía y sodomía (simultáneas) grabado en video, se lanzara al vacío desde el cuarto piso del edificio de departamentos. En el momento en que usted lee esta línea, Alejandra, que así se llama o se llamaba la recién suicida adolescente, estará cumpliendo 11.6 segundos exactos de haber impactado el hemisferio lateral izquierdo del cráneo contra el recubrimiento de adoquín de la banqueta instalado en 2003. No podríamos decir que esta fue la causa de la muerte: Al tiempo que la señora Lujambio saludaba con una rutinaria inclinación de cabeza al vecino del A-301, oficinista de la vieja izquierda con ínfulas de ser el último poeta revolucionario, el corazón de Alejandra se detenía de golpe a escasos 2.5 metros de impactar el concreto, habiendo cumplido un ciclo de vida de 685, 894,113 latidos en poco más de quince años. De modo que este texto se detiene aquí, cuatro segundos antes de que Esperanza (ella sabrá disculparnos la familiaridad repentina) abra la puerta del departamento y ocho segundos antes de que la sobresalte el primer grito y las rápidas pisadas murmurantes que vendrán de la avenida, sin que ella intuya aún ninguna relación entre ellas y la ventana abierta del recibidor.
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Acerca de la voluntad de morir en un desierto


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Un día cualquiera, eso que llamamos desierto de pronto deja de serlo. Un día, cuando atardece, un hombre lo atraviesa caminando, lo llena, lo habita. Termina pareciéndose al paisaje, a la tierra yerma, al polvo, a las piedras ajadas por su propia eternidad. Un día los mares cristalinos de silencio se quiebran con el ruido de sus pies arrastrándose en la nada, prontos a llegar a su reposo, a la casa de madera muerta en medio de los valles, descubierta algún día, hace tiempo, por este hombre hecho de arrugas empolvadas que hacia allá se dirige hoy, el último viaje de su vida, lo sabe, aunque a su manera lo hace bien acompañado, arrastrando una carreta donde duermen para siempre su mujer y su única hija, frías, uno casi diría eternas, vestidas para viaje, rigor mortis, alguna mosca caminando por las pieles que anteayer a esta hora estaban vivas aún, pero ya untadas por la enfermedad, por la peste de la que tanto escucharon hablar como terrible rumor.

Nadie juzgue, ni señale ni condene a este hombre, que condenado ya está, a la peste misma, tal vez, o cuando menos a una simple y llana soledad, no sabemos que es peor, ojala nunca lo sepamos. Por eso es que ha elegido arrastrarse hoy hasta el centro del desierto, o hasta el centro de si mismo, da lo mismo, tanto se parecen. Ahí va y lo acompañan sus muertas, su familia, a su último refugio, su sepulcro disfrazado de cabaña, hacia allá va, aunque menos a esperar su propia muerte que a cuidarlas a ellas mientras llega, a peinarlas, a lavarlas, a abrazarlas, a decirles buenos días, hasta mañana, qué calor hace o a contarles cualquier cosa mientras reposan en camas y sillones con toda la muerte al aire, mientras terminan de volverse polvo, tierra, larvas, viento, grietas, hueso, costra, agua. Mientras terminan de morir como se debe.

(C) 2012