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Un punto único admite la
pintura para saludar por primera vez a sus interlocutores: De frente y a
ciertas distancias que permitan tener, de un solo vistazo, el panorama completo
de la imagen que después se puede interrogar detalle por detalle. Siempre de
frente. La escultura no se da lujos como ese. Se atreve a existir como objeto
con volumen y a dispararse en todas direcciones, exige caminar alrededor de su
mole, hacia un lado, hacia el otro, acercarse, alejarse y contener las ganas de
tocar.
Rodin existe así para el
que observa, como presencia física constante, habitante del imaginario
occidental en la forma de hombre pensativo con el mentón en los nudillos, como
beso tembloroso que se permiten los amantes y como cuerpo desnudo, rama o
pliegue de telas al viento.
He aquí un pleno
habitante del Siglo XIX, rebelde, curioso, romántico, asombrado y joven a
cualquier edad. Pudo, con encantos y atenciones, hacer el amor con bronce y con
el mármol hasta que el sudor los ablandara como arcilla y convertirlos en
ramajes, en muslos, caderas, piedras o cabellos.
El que se acerca a El
Beso intuye que lo más cortés es hacerlo por detrás, no vaya a sorprender
al pudor de la pareja la cercanía y la mirada del curioso. Se debe ser cortés
con lo que vemos, con esos rostros ocultos y la mano posada sobre el muslo que,
a pesar del deseo que le da forma, sigue teniendo el frío muerto del bronce,
inerte como la Santa Teresa extasiada de Bernini ó las venas palpitantes
del David, igual de vivo.
Rodin provoca instinto: De alargar la mano y comprobar
de tacto propio que no hay músculos latiendo ni sangre tibia ocultos por la
coraza de piedra o de metal, instintos de moldear lo inerte con las manos o la
lengua, a veces de ser lo suficientemente humano para vivir tan desnudo como
sus creaturas, que saben desde siempre que decir bronce o mármol es decir piel
en otra lengua.
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