Como primer
paso, salga usted a la calle. Tome un camión, aléjese en la medida de lo
posible de su entorno inmediato. Baje. Pregunte a tres personas, visiblemente
diferentes entre sí: “¿Por qué alguien debería leer?”
Obtenidas las respuestas, aborde cualquier otro transporte. Repita la
operación unas siete, ocho o treinta y siete veces hasta que se haya convencido
de que las respuestas serán variopintas, exaltadas, tal vez sinceras, casi
todas retóricas, pero ninguna original. Algunas apelarán a un romanticismo
cursi y pasteloso (Porque leer nos vuelve mejores personas); otras, a
ensoñaciones políticas no menos dramáticas (Porque un pueblo que lee es un
pueblo libre), y por ahí se colara, estoy seguro, aquella que apela a un
pavoroso y pragmático funcionalismo estadístico: Porque leer mejora la
ortografía.
A los primeros habría que recordarles que buena parte de las juventudes
de Stalin, Castro, Mao o Nerón transcurrieron en algún sillón, devorando
páginas enteras de volúmenes rechonchos que después llegaban a citar de memoria.
A los segundos, decirles que tal vez en ningún país del mundo se leyera,
discutiera y se editaran más libros que en las República de Austria y de Weimar
que abrieron las puertas al fascismo nazi. A los terceros, los ortográficos, no
habría que responderles nada, mejor será dar la vuelta y marcharse.
Lo que nadie pondrá en duda es ese carácter categórico, imperante y casi
fundamentalista del deber leer, una
enseñanza sistemática, políticamente correcta y bienpensante que recorre como
fantasma el sistema educativo y que solo puede desembocar en dos cauces: el
sentimiento de inferioridad del que no lee –movido por un rechazo natural hacia
aquello que se debe hacer– y peor: el pavoneo de superioridad de
los que si lo hacen, a menudo convencidos de ser un bastión de civilidad
anclado en una marea de primitivismo salvaje, aunque una valoración más sensata
y humilde de uno mismo habría de reconocer que, sencillamente, en tierra de
ciegos, es muy fácil ser tuerto y rey.
Pero ¿es que en verdad se debe
leer? ¿Aceptaría usted que alguien le dijera que se debe hacer el amor, se debe
preferir el vino al agua, se debe disfrutar
el olor a toronjas o a hierba húmeda, y quien no lo haga se condena a si mismo a
las antípodas marginales de la civilización? He ahí una paradoja del discurso
de nuestra época: si leer nos hace libres ¿de qué serviría la libertad cuando
los placeres se tornan imperativos y atenúan, precisamente, su placer? Porque
si algo es la lectura, eso si, es un placer rabiosamente individual que se
ejerce por derecho propio.
Dicho de otra forma: hay un grave malentendido en entender a la lectura
como un camino hacia algo más (hacia un mejor país, mejores profesionistas,
mejores conversaciones, mejor ligue, mejor ortografía, mejores calificaciones,
mejor sueldo, mejor status) y no como un fin en sí mismo.
Tomemos entonces esa afirmación falsa: no es cierto que se deba leer, como no es cierto que se deba hacer cualquier otra cosa que sea
un placer por elección y no un imperativo moral. “I would prefer not to”, decía
a cada momento el Bartleby de Melville, y eso lo convertía, después de todo, en
un faro de lucidez en una marea de discursos prefabricados.
Pero volvamos a nuestra primera pregunta, introduciendo una pequeña
variación: ¿Por qué alguien, entonces, querría
leer? Bueno, pues a mi se me ocurriría decir que si leo es porque encuentro al
mundo anestésico, repetitivo, plano, gris y tibio. Sin estímulos a voluntad
(sean los que estos sean), uno con seguridad agotará lo que el mundo le ofrece
antes de cumplir los 30; a partir de entonces todo será repetición, lugares
comunes, incercias y un prologado reciclaje de escenarios y decisiones
predecibles que, en el mejor de los casos, proporcionarán una calma gris,
invisible, debida a la falta de sensaciones más vivas que la de tomar café
cargado, pasarse un alto peligroso o masturbarse en baños públicos.
Lo confieso, entonces: si yo leo es por miedo –verdadero miedo– a esa apatía
vital que afirma que la felicidad consiste en llegar a convencerse gradualmente
de que el mundo está bien tal y como es. Evito muchos líos con la policía al no
consumir heroína ni sodomizar a nadie en la vía pública, pero elijo leer porque
me resulta más barato y sirve exactamente para lo mismo: para sentir todo aquello
que el mundo no me ofrece por si mismo. Las consecuencias son parecidas (genera
adicción a largo plazo, aleja del contacto humano, afecta los ciclos naturales
de sueño) pero con estragos menores a la salud.
Por supuesto, dichos estragos existen: una exposición prolongada a
Cioran, Lautreamont o Fernando Vallejo bien pueden desembocar en una tendencia
mayor al suicidio o agrios episodios de misantropía; y si, largos períodos de
contacto con Georges Bataille, Sade, Pierre Louis o con las páginas más
impúdicas de Bocaccio y Chaucer bien podrían traducirse en un alza en las tasas
de divorcios, originada por frecuentes y cada vez más brutales exigencias
sexuales en la intimidad de los matrimonios.
¿Para qué, entonces, querría alguien leer? ¿No
es cierto que leer genera dudas, que despega los pies de la firmeza del piso,
trastoca los valores, cuestiona todo lo que se le ocurre cuestionar? ¿No es
cierto que el que lee empieza a desconfiar de su propia historia, de lo que sabe,
de lo que le enseñan? ¿No quiere uno menos al mundo, cuando lee, por ser como
es? Y si leer provoca todo eso ¿por qué alguien debería leer?.
Interesante reflexión. Mi respuesta a tu penúltima pregunta es que depende mucho de lo que uno lee. Si únicamente leyera ficción especulativa, mi percepción del mundo real sería decepcionante. Yo suelo leer también ensayos serios sobre temas sociales y científicos. Eso me hace creer que entiendo mejor como funciona el mundo y por lo tanto quererlo más. Me hace creer que entiendo mejor a la gente y eso me permite aceptarla más. Me hace alucinar que no estoy solo en este mundo y me quiero más. ¿Cómo podría dejar de leer?
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