Nací en 1988. Cuando aún no
llegaban a ser dos las velas en mi pastel de cumpleaños, una turba eufórica de
ciudadanos berlineses salió a las calles para derribar piedra a piedra el muro
que por casi medio siglo les había partido todo, además de la ciudad. De modo
que mi generación, ahora me doy cuenta, acaso haya sido la primera del siglo en
acercarse a la URSS, a la polarización global y a los dramáticos golpes de la
Guerra Fría a través de los libros de historia y no de los noticieros. Para
nosotros y para los que han llegado a partir de entonces, la única cortina de hierro conocida ha sido la de
los innumerables y efímeros comercios que se multiplican en la periferia de las
ciudades. Lo demás, visto desde aquí, han sido historias ajenas a la memoria
personal, historias de lo que fue.
Acaso de ahí venga el choque de
acercarse directamente, veinte años después, al proceso recorrido desde
entonces por la misma Berlín y por otras ciudades otrora satélites del imperio
soviético: Praga, Budapest, Bratislava, Brno. De pronto las historias y los
mitos de aquel mundo dividido se vuelven más cercanas, rozan la piel, conectan
polos empolvados de la memoria y empujan a una conclusión inevitable: El mundo
que nos hizo a nosotros (a la generación post-URSS) no es otra cosa que la
resaca del terremoto aquel, la limpieza de los escombros del muro derribado,
una propuesta de reordenamiento global, más que el reordenamiento mismo.
Berlín, en su panorama urbano, no
podría ser más elocuente. Ciudad reconstruida, núcleo de una larguísima marea
que va desde el ascenso del nazismo hasta la unificación de los 90, parece hoy
una colección de paradojas: Arquitectura de audaz cristalería y alturas desafiantes
intenta hacer las paces con grises y monótonos edificios sobrevivientes del
período comunista; un antiguo cartel de la Gestapo convertido en oficinas
públicas; un puesto de vigilancia militar (el Checkpoint Charlie), convertido
en atracción fotográfica; las tiendas para turistas ofrecen una cantidad
asombrosa de souvenirs de temática soviética, broches, playeras, tazas, gorras,
incluso insignias militares ó abrigos de agente de la KGB, placas de metal que
reproducen aquellas que prohibían acercarse al muro, todo a precios que de
socialismo tienen muy poco, habría que decir.
De modo que dos décadas después,
la capital alemana sigue entregada a una tarea titánica: La reconstrucción de
su identidad como ciudad, lo que necesariamente implica una revisión honda,
madura y crítica de su historia reciente. Pero mientras la aceptación y el
debate público acerca del nazismo en Alemania tardó cuando menos dos
generaciones en aflorar (era menos doloroso hablar de los errores de los
abuelos que los de la propia juventud), hablar hoy como alemán de Alemania es
hablar, necesariamente, del pasado propio, es hablar en primera persona ¿Y qué
cosa hay más difícil que convivir en un moderno corporativo cuando, veinte años
atrás, el del escritorio de al lado era informante civil para la Statsi ó el
que te vende el pan por las mañanas fue guardia en una torre de vigilancia
mientras tú y tus hermanos, entonces adolescentes, se acercaban de madrugada a
rayar irónicas consignas sobre el muro? Esta vez, con el mundo corriendo a ritmos
vertiginosos y con la Unión Europea trabajando de forma integrada, los
ciudadanos alemanes no pueden esperar 20 años más a que sus nietos inicien el
proceso.
Habría que acercarse a la obra
escrita de alemanes contemporáneos como Monika Maron, Ingo Schulze, Volker
Braün ó Christa Wolf, todos exhabitantes de la RDA, para pensar y evaluar
personalmente el proceso alemán a través de uno de sus faros más sensibles y
asequibles para el ojo extranjero: La literatura. Habría, también, que echar
más vistazo al Berlín de hoy a través de su arquitectura, tal vez la crónica
más gráfica sobre su reconstrucción como capital, una descomunal metáfora sobre
la difícil reintegración de la identidad alemana. Anoto tres recomendaciones de
entrada: La cúpula del Parlamento (ó Reichstag) del Siglo XIX, diseñada por Sir
Norman Foster en 1995, el ultramoderno Sony Center construido frente a la Plaza
Potsdamer y la ex torre de televisión y comunicaciones de la Alemania
comunista, hoy convertida en un caro restaurante giratorio con mirador. Y
habría, por supuesto, que acercarse al cine más reciente, a la desarmante,
valiente sinceridad con la que Alemania le ha hablado al mundo de sí misma en
años recientes, en La vida de los otros
(Florian Henckel-Donnersmarck, 2006), Adíos a Lenin (Wolfgang Becker, 2004) ó La Ola (Dennis Gansel, 2008), por
ejemplo.
Mucho habría que decir sobre Berlín, sobre la memoria colectiva de sus habitantes
que recién la han sembrado por doquier de monumentos, memoriales, placas
conmemorativas, a los judíos exterminados, a las víctimas del holocausto, a la
quema de libros, a los desaparecidos por el comunismo, al muro mismo, a las
familias separadas por él, a los deportados, a la primera víctima mortal del
muro, Peter Fletcher... ¿Miedo al olvido, quizá? ¿Penitencia involuntaria,
recordatorios de piedra, homenaje a la memoria? Difícil saberlo a ciencia
cierta, difícil sin ser alemán.
Por la metropolis, por su casco histórico, por su anillo periférico y
por los suburbios aún se asoman edificios en obras de restauración, fachadas
tapadas, pequeñas zonas en “tierra de nadie” tapizadas de graffiti y de viejos
carteles arrancados. Viajando en metro con atención, es posible intuir qué
estaciones permanecieron cerradas por años, inservibles, pues eran estaciones
que pasaban por territorio enemigo, por el “otro lado”, al menos en el caso de
las líneas más antiguas, las que fueron trazadas antes que el muro divisorio.
Ya hablaremos pronto de otras ciudades que enfrentaron otro tipo de
proceso, como Praga o Budapest.
Berlín, siendo un caso único de fusión de una ciudad dividida en dos mitades
radicalmente diferentes entre sí, merece ser tratada aparte. Pero otras
capitales del imperio soviético se enfrentaron a otra tarea, la de levantar
castillos en el aire, reconstruir desde cero un sistema económico, social,
estético, de identidad y en fin, resanar los baches que quedan en medio siglo
de historia, digamoslo así, robada. Auf Wiedersehen, pues…
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(Escrito para y aparecido originalmente en Ágora, del portal de Estudiantes del Centro de Relaciones Internacionales del Colegio de México en 2011)
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