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Cuando
el niño Tomás Segovia salió a trompicones de España, a finales de la década del
30, dejaba atrás un país en llamas, devorado por las agrias lumbres del
militarismo y con ríos de carne y sangre arrastrándose en sus calles. Cuando
murió en México, más de 70 años después, dejó otro igual.
En medio, pese a todo, se alza como olmo una de las
aventuras más vibrantes de la historia de la lengua española: la lenta
reconciliación de dos orillas, hispania e iberia, España y México, la lengua
vieja y la patria nueva. Con Octavio Paz como interlocutor y con el exilio como
campo de cultivo, el corpus de obra escrita que nos deja Tomás Segovia es la
progresiva afirmación de una idea: la única patria que merece lealtad es no
tener ninguna.
Tomás Segovia nació en 1927 en Valencia, por accidente,
pues su madre era de Sevilla. No llegaba a cumplir diez años cuando la
insurrección franquista obligó a cientos de familias a envolver a sus hijos en
colchas y salir de noche, despavoridos, hacia los puertos españoles que los
arrojaran al Atlántico y –con suerte- a las costas mexicanas, la orilla izquierda de su idioma.
Pero antes los Segovia pasaron por Marruecos y por
Francia, donde el joven Tomás empezó un bachillerato que terminó, ya en la
capital mexicana, en 1944. Era el tiempo en que germinaba la próxima generación
de medio siglo, la que impulsaría la
Ciudad Universitaria, el Fondo de Cultura Económica, las grandes revistas
literarias y, como consecuencia directa del exilio ilustrado, el Colegio de
México.
Su primer poema publicado (cuando menos hoy conocido)
data de 1945, a la par de la claudicación de Alemania en la guerra, de las
bombas atómicas y de su ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM,
donde recorrería un camino de inmersión en la poética, la traducción y el
ensayo que lo llevarían a obtener la Beca Guggenheim en 1950 y a casarse con su
novia, Inés Arredondo, en 1953. Para entonces ya despuntaba ella como una de
las narradoras clave de su época; ya era él nombre frecuente para el Fondo de
Cultura Económica mexicano.
Por aquel entonces, ya Octavio Paz había regresado de su bildungsroman personal: la experiencia
vivida como voluntario republicano en la Guerra Civil, si, la misma de la que
la familia de Segovia -y tantas otras- habían huido desesperadas. Ambos
mantendrían una efervescente correspondencia hasta que la muerte del primero
despojara de remitente a las cartas. Cualquiera que se acerque con buen olfato
a Octavio Paz: Cartas a Tomás Segovia
1957-1985 (FCE, 2008) encontrará ahí, más que un mero epistolario, la
conversación íntima de una lengua que dialoga consigo misma.
Con casa en Madrid y en la Ciudad de México, habitante de
un lado, de otro y de ninguno en más de un sentido, Segovia deja como herencia
una de las exploraciones más hondas y sensoriales del erotismo en español,
repletoso de imágenes al tiempo delicadas y voluptuosas (Toda fervor y beso y agasajo
/ toda
salivas suaves y jugosa
/ calentura carnal, abres la rosa
/ de los vientos de
vértigo en que viajo.)
Exiliado incluso de los grupos del
exilio (un gueto, solía llamarlo), Segovia ganó como única nacionalidad la de
su propia piel y el intercambio con sus amigos, con quienes se sintió unido por
los lazos más diversos, desde Juan Gelman hasta Enrique Krauze y desde Luis
Cernuda hasta Juan Rulfo. Pandilla variopinta, por decir lo menos.
Al final, como sucede con frecuencia,
llegaron los reconocimientos públicos, los homenajes, la entrega del Xavier
Villaurrutia, el Magda Donato, el Juan Rulfo o el García Lorca. En el tintero
se han quedado el Cervantes, el Asturias o el Nobel, como si la poesía
necesitara avales para arraigarse en las consciencias. La de él, el enamorado
del desarraigo, pues he ahí su mayor amor: el amor a la vida sin patria, al
viaje eterno, al idioma como segunda piel y como frontera del mundo.
¿Y al otro lado? Al otro lado no hay nada.
Descanse en paz, Tomás Segovia.
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