“No le haga caso a Juan” le decía
Salvador Elizondo, ya casi cincuentón, a un muchacho de 25 llegado de Mexicali
–y ya casi poeta- cuya primera novela, Lampa
vida, acababa de revisar en manuscrito. Daniel Sada Villarreal, se llamaba
el imberbe. Y el Juan era Rulfo.
“No le haga
caso”, le decía. Fascinado por los intrincados giros de lenguaje y la minuciosa
sonoridad de aquellos borradores, Elizondo acaso sentía aquella prosa como hija
legítima de sus propios y crípticos experimentos. Pero el otro profesor, Rulfo,
se mostraba preocupado de que el argumento terminara por ser indescifrable
debajo de tanto barroquismo.
Uno, el autor
de Farabeuf, se regodeaba en las
enrarecidas junglas de la vanguardia. El otro, el de El llano en llamas, labraba relatos limpios sobre la piedra. Y en
medio, como suma, surgió el alumno: Una mescolanza inédita y originalísima de
las piruetas verbales de Elizondo con los yermos desiertos rulfianos. Eso, mas
Los Tigres del Norte.
“La tierra
baldía le debe un bosque”, ha dicho Juan Villoro, y no le falta razón. 32 años
después de aquella primera novela, la de Daniel Sada se convirtió en una de las
voluntades estilísticas más férreas del español de su época; una prosa
cincelada con el rigor métrico de la poesía del Siglo de Oro.
A pesar de
haber llegado a la capital a los 18 años, la trayectoria de Daniel Sada se
ocupó de poblar literariamente –y sin antecedentes- una zona narrativamente
desértica de la geografía del país: la de los yermos pueblos del norte, esos
cuya única humedad ha sido la de la sangre que hoy escurre en sus paredes. “52
grados, mil habitantes, más muertos que vivos”; así describió alguna vez sus
paisajes natales, que son también escenario para sus personajes.
Y si semejante
aridez se antoja como tierra seca para las cosechas literarias, también son,
para quien lo tome, un campo virgen y una hoja en blanco. Para Sada, cuando
niño, fue ése el telón de fondo para el descubrimiento de Homero, de los
griegos, el Quijote y el Siglo de Oro, cuyas lecturas fueron alentadas por una
maestra de primaria, una que no podía haber sospechado que su iniciática labor
iba a ser rematada por el autor de Pedro
Páramo.
Curioso es lo
que resulta al haber memorizado métricas y rimas para después practicarlas por
el pueblo, con el habla de cantinas, caminos, la plaza, las tortillerías,
descubrir “los neologismos, la contaminación lingüística, el fabuloso goteo de
sonidos que se escucha en el México profundo” ; el resultado Carlos Fuentes lo llamaría
“la fusión de Góngora y Cantinflas.”
Mucho tiempo después, un día de
1999, se bajó de un camión que había salido de Mazatlán, y a punto de abordar
un taxi le llegó un retazo de la conversación de dos señoras que le cimbró el
ánimo cual el más hondo soneto quevedeano; Porque
parece mentira la verdad nunca se sabe, le dijo una a la otra.
Ahí estaba el
único título posible para el mastodonte novelístico en el que había trabajado
los últimos seis años, una odisea a lo Balzac, ambientada en el turbio sistema
electoral de provincias, con casi 100 personajes y más de 600 páginas que
Tusquets tuvo que editar en una tipografía más pequeña de lo habitual para que
el papel no resultara incosteable.
Aunque ya
Octavio Paz le había facilitado la edición de una novela un par de años atrás, Porque parece mentira… generó interés en
otros países hispánicos y marcó el estallido de su reconocimiento generalizado
como uno de los pilares literarios del México que mudaba de siglo. De ahí, una
sucesión de desiertos, novias, bailes, venganzas, besos, balaceras repartidas
en varias novelas y relatos de los cuales uno, Casi Nunca, le daría el Herralde en 2008.
El premio,
otorgado por Jorge Herralde a través de su mítica Anagrama, ya había marcado a
otros de sus amigos y compañeros generacionales: Roberto Bolaño, Enrique
Vila-Matas, Juan Villoro, una generación trans-hispánica
que se formó en la resaca del boom y cuya madurez fue sorprendida por el cambio
de siglo y la revolución tecnológica. Afectuoso y admirado, Bolaño se refirió a
él como un “Lezama Lima del desierto.”
Patrono
fundador de esa marca que hoy se promociona y vende como “literatura del
norte”, la de Sada, sin embargo, es una obra alejada de etiquetas genéricas y
más bien comerciales como la narco-literatura. Lo suyo es una redención del
desierto mexicano como cosmos creativo, una tardía pero justa incorporación de
Aridoamérica a la cartografía literaria, con voluntad universal, sin estigmas
regionales ni regionalistas.
El pasado 10 de octubre, Daniel
Sada se enteró por rumores filtrados en la prensa que le era concedido el
Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011 en la categoría de Literatura, la
máxima condecoración otorgada por el gobierno mexicano al respecto. Sin
embargo, no hubo un anuncio oficial ni una notificación personal que confirmara
la noticia. Para el momento en que el INBA confirmó en medios que el galardón
le sería otorgado, Daniel Sada estaba inconsciente y conectado a un respirador
artificial. Unas horas después, sin que llegara a conocer la noticia, una
insuficiencia renal lo arrancó de los suyos y se lo llevó a un desierto
diferente.
Tal vez por el
camino se habrá encontrado a un Elizondo risueño y sorprendido que, con una
palmada en el hombro, seguramente dijo: “Ya ve usted, yo siempre se lo dije: No
le haga caso a Juan.”
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