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Walter Ruttmann murió cámara en
mano porque esa, que era su única arma, no disparaba municiones sino imágenes.
Murió en Berlín en 1941, hace 70 años, después de haber sido herido filmando en
el campo de batalla. Pero aquí habría que parar con falsos heroísmos: al caer,
Ruttmann era uno de los cineastas estrella del Tercer Reich y uno de los
intelectuales mimados por el gobierno nacionalsocialista. Pero aquí habría que
parar con falsas villanías: antes que todo aquello, Walter Ruttmann era un
genio.
Nacido
en Francfort en 1887, en una Alemania recién unificada y apenas acostumbrándose
a la idea de ser nación, Ruttmann creció en un ambiente habitual para la
pequeña burguesía del XIX: el clasicismo ilustrado. Lo que no fue habitual fue
el abanico de sus inquietudes, pues antes de cumplir 25 ya había emprendido
estudios de arquitectura (en Zurich), de pintura (en Munich) y de música para
cuerdas (en su casa).
He
aquí el historial paradigmático de la última generación formada en los
parámetros clásicos de la estética, en el culto a la Ilustración y al debate de
sobremesa. En 1914, cuando Ruttmann gozaba la flor de sus 27, la Primera Guerra
Mundial lo arrancó de la civilidad de los salones palaciegos para enviarlo al
frente militar oriental. Ahí lo derrumbaría una crisis nerviosa de la que no se
restableció hasta tres años después o quizá nunca; al volver ya no era el mismo
porque el mundo tampoco lo era ya.
Y
las disciplinas creativas tampoco lo eran y en Alemania menos aún; áreas casi
inexploradas como el diseño gráfico, el industrial o la cinematografía tomaban
ahora el protagonismo en un país volcado en el estudio de la propaganda. Fue el
cine la parcela que Ruttmann eligió para vivir, acaso por su formación visual,
acaso por mero deslumbramiento, acaso por los lazos que hermanan al montaje con
la música.
El
cine que germinó en esa primera etapa no se puede separar del vigoroso clima
creativo que se arraigó entreguerras en la República de Weimar. Fue ese el
mismo clima en el que, durante la década de 1920, fermentó el cine
expresionista y los hoy olvidados aunque insuperables trabajos de animación de
Lotte Reiniger. Fue aquella, también, la época de afianzamiento de UFA, la casa
productora más grande de su tiempo en Alemania.
Ese
mundo nuevo que se abría ante el convaleciente Ruttmann no es otro que el
vigoroso cosmos de las vanguardias, sólidas unas, arribistas otras, todas
exaltadas por jóvenes a quienes la guerra había orillado a romper con los
parámetros tradicionales del XIX. El mismo Ruttmann tomó un paso fugaz por la
pintura dadaísta y el diseño antes de aterrizar como ayudante en los sets de
filmación de Fritz Lang (en Los
Nibelungos) y de la mencionada Reiniger (en Las aventuras del príncipe Achmed).
Hasta
aquí la semblanza, porque Cámara Obscura
no está para hacerle el tú por tú a la Wikipedia. Pasemos a la serie Opus, que Ruttmann va germinando a
partir de 1919 y cuya primera entrega (Lichtspiel:
Opus I) es presentada en Francfort en 1921, con tres secuelas que
culminarán cuatro años después. De difusión limitada al culto incluso en su
época, Opus encarna una de las
apuestas conceptuales más arriesgadas y bravas de la cinematografía mundial: el
cine abstracto, una idea que coincide
con sus primeros equivalentes pictóricos (Kandinski, Malevich, Mondrian) pero
que se lanza a un campo minado: el del cine, hasta entonces ideado como un
derivado natural de la fotografía cuyos límites obvios eran los de la imagen
figurativa. ¿Era posible un cine abstracto?
La
figura de Ruttmann durante la gestación de Opus,
hay que apuntar, tiene más lazos con la del artista individual, encapsulado en
su estudio, que con la del productor, patrón habilísimo del trabajo en equipo.
Su cine, acaso el único hecho sin
cámaras, hace oídos sordos del naciente debate sobre el lenguaje fílmico, el
montaje o la nueva dramaturgia.
Ruttmann emprende, en solitario,
un camino que emparenta al cine no con la narrativa ni con lo fotográfico sino
con la teoría musical, por un lado, y con el dadaísmo, por el otro. Aunque
injusto sería afirmar, pensándolo bien, que estuvo solo. Otros tantos
emprendieron trabajos semejantes o emparentados: Hans Richter, Francis Picabia,
Fernand Léger, Victor Eggeling son otros tantos que también podrían interesar
al(a) valiente que ha continuado leyendo hasta aquí..
El resultado, 90 años después, no
ha perdido un ápice de su inquietante y
desconcertante belleza, aunque de poco servirían las descripciones. Aquí
va:
Así, mientras el cine documental
partía de lo periodístico y la ficción anclaba amarres con la narrativa
escrita, Opus nace de la nada y a la
nada llega: formas amorfas, valga la expresión, negros, ritmos, líneas y color
(acaso el primer sistema de coloreado de celuloide esté aquí). Pero no hay nada
que tenga puentes con lo arquetípicamente fílmico, ni a niveles estéticos ni estructurales.
Uno queda ante evidencia de que acaso el cine no sea lo que se ve, ni cómo se
ve, sino el acto mismo de ver.
Pero
si hoy Cámara Obscura decide rescatar
a Ruttmann de su polvoriento olvido no es solo porque Opus I esté cumpliendo 90 años ni porque él mismo cumpla 70 años de
fallecido sino por la insólita vuelta de tuerca que el susodicho cineasta
protagonizó al final de su vida.
Influido
por el ideario estético de Dziga Vertov, nuestro germano emprende, en su
conocida Berlín: Sinfonía de una ciudad
(1927), la construcción de puentes entre el montaje puro –o puramente estético–
y el cine documental. Curiosamente, el mismo Vertov bebería de esas enseñanzas
para articular El hombre de la cámara
(1929), una réplica soviética a la película de Ruttmann. Ese mismo año, el
alemán prolongaría la charla presentando Melodía
del mundo (1929), una extensión de su Berlín(…)
presentado como el primer filme sonoro de Alemania. Finalmente, ese puente
insólito entre la abstracción y el registro documental sería cruzado
completamente por Ruttmann quien en la segunda etapa de su obra desarrolló sus
inquietudes en esa otra orilla: el registro –digamos– de lo real.
Eran inicios de la década de los
30, pero ya era tarde para Alemania; en enero de 1933, Adolfo Hitler fue ungido
canciller, el Reichstag fue incendiado y el Partido Nacionalsocialista tomó
control del Parlamento. Rápidamente alineado al círculo de intelectuales del
Partido, Ruttmann participaría como asistente de Leni Riefenstahl, cineasta
emblemática del cine fascista. Junto a ella concebiría la incomparable El triunfo de la voluntad (1935), que
seguramente sea el filme totalitario que todo demócrata envidia en secreto.
No
vale la pena, pues, hablar aquí de ese Ruttmann, quien no cedió en genio aunque
se haya torcido en intenciones. Basta decir que colaboró también el Olimpiada (1936) el otro opus magnum de
Riefenstahl, y registró paso a paso el avance de las tropas nazis hacia Paris.
¿Fue cercano a
Hitler? Si ¿Desbocó su talento en propaganda para el Eje? Si. ¿Desmerece eso el
conjunto y los alcances de su obra? No, pero sí que lo ha enviado a una cámara
más obscura que la que da título a este espacio: la del desprecio rencoroso y
el olvido. Vaya, si a Lars Von Trier le han partido el hocico por echarse a
defender a Hitler, a mi no me puede ir peor por rescatar del olvido a uno de
sus cineastas estrella, uno de los mayores visionarios de las primeras décadas
de imagen en movimiento. Porque eso era Ruttmann. Con nazis o sin ellos.
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