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Andrés Neuman nació, cuando menos, dos veces. La primera,
más dada a cosas de esas de registros civiles, actas y cumpleaños, ocurrió en
Buenos Aires, Argentina, en 1977, aunque por poco y el episodio cambia de
escenario siendo sus padres exiliados, ella italo-española, él alemán judío,
músicos ambos. Interesante sería conocer las razones que los habrán llevado a
escoger como destino de exilio a un país sumido en una férrea dictadura, cuando
el sentido común de la historia marca que es de eso, precisamente, de lo que se
suele huir. Pero vino a ser así que el pequeño Andrés, digamos que Andresito por esos días, nació por
primera vez en el centro de la pampa americana.
La segunda, ya con consciencia y propia decisión, vino a
ocurrir unos 15 años después, cuando llegó a Granada, por los castellanos
campos de su madre, a estudiar Filología Hispánica y a sumergirse hasta el
cuello (o más) en las reflexiones que le inspiraba su doble condición:
Argentino en los recuerdos, español en el entorno, latinoamericano de crianza,
europeo de ascendencia, el entonces joven Neuman encarnaba sin pedirlo un
conflicto ancestral de identidad: El de la hispanidad, manchega y bonaerense,
conquistadora y conquistada, imperial y lastimada, todo tejido en el mismo
idioma.
Pronto supo aquel muchacho, mitad pibe, mitad chaval, que antes que argentino, trashumante, apátrida
o español era otra cosa: Escritor, que es una de las formas más sensatas de
dejar de atormentarse por fronteras.
Vinieron entonces, apenas a los 21, las dos primeras
plaquetas poéticas, el Premio Antonio Carbajal para una de ellas, Métodos de la noche, poemas todavía
jóvenes pero ya fermentados, imágenes directas y líneas como “Entre los mil
hedores / de cáscaras añejas, de mal roídos huesos / de astillas de cristal
amanecido (…)”. Un ritmo jubiloso y efervescente de creación permite la
aparición de dos, incluso tres títulos nuevos cada año a partir de entonces,
plaquetas de poemas, relatos breves, el Premio Hiperión, el Federico García
Lorca, la inclusión en una o dos antologías generacionales y la creciente
amistad con Roberto Bolaño a modo de mentor son apenas destellos premonitorios
de las primeras novelas, Bariloche, Una vez Argentina, ambas finalistas del
Herralde, la segunda, emotiva reconstrucción de la infancia del narrador y de
la sentida odisea del destierro, una suerte de autobiografía que termina siendo
síntesis personalísima de la historia y la identidad argentinas, la nostalgia
por la Europa devastada, la formación de Buenos Aires como un espejo de París empañado
de tristezas.
Si se lee bien lo anterior, notaremos que estamos a punto de
caer en el lugar común, en recomendar la novela
más reciente ó en continuar con la enumeración de premios que al final
convertirá a este texto en algo así como un currículum en prosa, en enlistar
citas elogiosas de sus contemporáneos, etcétera. Será mejor lanzar al aire la
sincera recomendación de acercarse en breve a Andrés Neuman, de rastrear por la
red las versiones en línea de cuentos suyos que se leen de un tirón y terminan
releyéndose cada que se puede: Una raya
en la arena, La belleza, La pareja ó poemas al azar, escaparse diez minutos
a Microrréplicas, el desparpajado blog que mantiene con textos brevísimos.
Por
ese camino el lector interesado llegará, tarde que temprano, a El Viajero del Siglo, novela amplia, desigual, ambiciosa, imperfecta y estimulante que sería necesaria en el recorrido de su
autor aunque no hubiera recibido el Premio Alfaguara 2009 y con ello un empujón
publicitario y comercial desorbitante. “Los vegetales tienen raíces, los
hombres y las mujeres tienen pies” reza el epígrafe de George Steiner que abre
el relato, una novela vasta y pausada sobre la Europa central del XIX, sobre
Sajonia, Prusia, Austrohungría, el siglo de las grandes utopías, el laboratorio
de la modernidad, los hondos debates revolucionarios, el esplendor de las
novelas nacionales y la semilla de lo que sería la Unión Europea, sobre la
traducción de poesía como metáfora del mundo y el viaje como alegoría de lo
humano.
Dejemos aquí a Andresito, ya convertido en Neuman por
derecho propio. Que el lector continúe el recorrido, si le place, en voz del
propio Andrés, aquel gaucho de Castilla que tuvo la extravagante suerte de
nacer dos veces al inicio de su vida y que vuelve a nacer en cada recodo de su
escritura, en la lírica, en la novela, en el ensayo, en la enseñanza. Nacer
cada vez. De eso va la literatura, al fin y al cabo. ¿Que no?
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