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Un día cualquiera, eso que
llamamos desierto de pronto deja de serlo. Un día, cuando atardece, un hombre
lo atraviesa caminando, lo llena, lo habita. Termina pareciéndose al paisaje, a
la tierra yerma, al polvo, a las piedras ajadas por su propia eternidad. Un día
los mares cristalinos de silencio se quiebran con el ruido de sus pies
arrastrándose en la nada, prontos a llegar a su reposo, a la casa de madera
muerta en medio de los valles, descubierta algún día, hace tiempo, por este
hombre hecho de arrugas empolvadas que hacia allá se dirige hoy, el último
viaje de su vida, lo sabe, aunque a su manera lo hace bien acompañado,
arrastrando una carreta donde duermen para siempre su mujer y su única hija,
frías, uno casi diría eternas, vestidas para viaje, rigor mortis, alguna mosca caminando por las pieles que anteayer a
esta hora estaban vivas aún, pero ya untadas por la enfermedad, por la peste de
la que tanto escucharon hablar como terrible rumor.
Nadie juzgue, ni señale ni
condene a este hombre, que condenado ya está, a la peste misma, tal vez, o
cuando menos a una simple y llana soledad, no sabemos que es peor, ojala nunca
lo sepamos. Por eso es que ha elegido arrastrarse hoy hasta el centro del
desierto, o hasta el centro de si mismo, da lo mismo, tanto se parecen. Ahí va
y lo acompañan sus muertas, su familia, a su último refugio, su sepulcro
disfrazado de cabaña, hacia allá va, aunque menos a esperar su propia muerte
que a cuidarlas a ellas mientras llega, a peinarlas, a lavarlas, a abrazarlas,
a decirles buenos días, hasta mañana, qué calor hace o a contarles cualquier cosa mientras reposan en
camas y sillones con toda la muerte al aire, mientras terminan de volverse
polvo, tierra, larvas, viento, grietas, hueso, costra, agua. Mientras terminan
de morir como se debe.
(C) 2012
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