Fotografía: (C) Graciela S. Silva, 2012
Yo no sabía nada de la historia
de esta ciudad. Sabía, si, que tenía una historia. O no: sabía que tenía
historias, en plural, en montón, en coro, y que también tenía una Historia, en
mayúscula, en pedestal y bronce. Las primeras me intrigaban; la segunda
–necesito ser sincero- no me interesaba. No se me juzgue sin piedad: tenía yo
nueve años, aunque ya era un veterano pupilo del Colegio Hispano Americano, en
la calle de Torres Bodet.
No teníamos auto. Cada día, todas
las mañanas, tomábamos un taxi que nos adentraba en una colonia que para mi, a
esa edad, guardaba una resonancia como de comarca mítica del medievo: Santa
María la Ribera. A saber qué significara aquel apelativo, la Ribera. Para mi
era igual que decir Toledo la Grande, Sevilla la Heroica, Minas Morgul la
Oscura.
Pero la cosa no paraba en el mero
nombre. Al atravesar Santa María, nuestro modesto vehículo era flanqueado por
casonas fantasmales, balcones herrumbrosos, ventanas tapiadas con madera
apolillada, cortinas ajadas cuyo interior, siempre oculto, se me antojaba
espectral, fascinante, a la vez un sueño aventurero y un manantial eterno de
pesadillas, de sucesos tristes y escabrosos.
Pocos años después, al inicio de
la secundaria, leí el Aura de Carlos
Fuentes y la Vuelta de Tuerca de
Henry James con la firme convicción de que las cosas que ahí se narraban no
podían tener lugar en otro escenario que en las casas de estas calles, y aún
años después, he ido habitando estas paredes con los personajes que, para mi,
le eran naturales: los estudiantes y bohemios de Dostoievski o la banda de
carteristas infantiles del viejo Fagin en Oliver Twist no eran para mi
moscovitas ni londinenses, sino vecinos nativos de Santa María la Ribera.
Pero volvamos al taxi. Mamá
viajaba junto a mi y daba instrucciones cual Virgilio al conductor; siempre las
mismas: A la derecha en Díaz Mirón, pasando Dr. Atl, a la izquierda en Torres
Bodet, todo derecho. Una clave críptica de nombres y apellidos que en una
cabeza infantil no significan nada más que la sonoridad de la palabra misma:
Doctor Atl, Manuel Carpio, Sabino, Naranjo, Azuela, Acacias, Eligio Ancona. hoy
En realidad, vine aquí a confesarme: si caigo, me levanto y reincido en el
vicio de ligar palabras y escribirlas, no es porque me lo haya enseñado primero
la literatura, sino el sonido del nombre de estas calles.
Pero ahí no terminaba el viaje.
Sin que mi madre (creo) llegara a darse cuenta, siempre preferí sentarme
observando la ventana derecha del auto. Poco antes de llegar al portón de la
primaria, me asaltaba la visión de un bosque tupido, perdido en medio de las
casonas. Y ahí, en medio, la vista fugaz de una especie de templo deshabitado,
mitad árabe, mitad alebrije. Lo veía siempre desde lejos, intrigado, con la
misma inquietud nerviosa que producen las imágenes religiosas, las mezquitas,
los barrios bravos o los table-dance. Como se imaginarán, semejante viaje
matutino no podía tener un clímax más aguado: el asunto terminaba siempre,
irremediablemente, en el pupitre y frente a la maestra.
Aunque yo era un forastero, Santa
María terminó siendo mi barrio. El olor avejentado de sus casas, la geometría
de sus esquinas, sus locales de pasillos oscuros y patios cuarteados, todo
aquello me habita hoy como la escenografía melancólica de mi infancia. He
intentado escribir sobre ella, escribirla,
pero algo me detiene las manos a la primera línea: el miedo a que lo escrito al
final sea diferente a lo recordado, y peor: que se sobreponga a ello, que lo
que escribí tome el lugar, lenta y silenciosamente, de lo que recordaba.
Hay toda una literatura hecha de
los barrios que se amaron (incluso odiaron) en la infancia: Thomas Bernhard,
José Emilio Pacheco, Naguib Mahfouz, Marcel Proust, los patios bonaerenses de
Borges. Pero en la mayoría de esos casos, se escribe como último recurso, para
moldear las cenizas y los escombros de lugares que ya no existen, o que ya no
existen como existían entonces.
Hoy regresé a Santa María la
Ribera para comprobar que aún existe, y que existe tal y como la vi en esos
años. No sólo sigue siendo la misma. Yo también sigo siendo yo.
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El texto anterior fue escrito y leído en vivo el 23 de abril de 2012, en el marco de la Feria del Libro del Kiosko Morisco, en conmemoración del 150 aniversario de Santa María La Ribera.
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